Alejarse del Serengueti y del cráter del Ngorongoro significa alejarse de las inmensas manadas de herbívoros del centro de África, con todos los predadores que arrastran. Significa perderse las espectaculares imágenes que estamos acostumbrados a ver en horario de siesta en los documentales de La2, con el guepardo en plena acción a la caza de la pobre gacela, o el grupillo de leones jóvenes rodeando a un ñu débil. Pero tiene sus ventajas: igual que en otros parques tanzanos verás menos animales, también verás menos todoterrenos. Verás personas en ambos casos, pero en el Serengueti serán casi todos blancos y estarán de paso, y en otras zonas del país serán nativos, vivirán en los pueblos alrededor de los parques nacionales e interactuarán con su entorno.
De ambas experiencias se pueden aprender cosas, por supuesto. Pero nosotros elegimos la segunda en nuestro primer viaje a África. Preferimos la opción que nos permitía ver todo tipo de animales salvajes y a la vez conocer algo que considerábamos mucho más importante que los animales: la población local, la cultura del interior del país.
En los días que recorrimos el Coto Selous observamos una parte muy representativa de animales africanos: hipopótamos, cocodrilos, jirafas, leones, elefantes, ñus, gacelas, cebras, babuinos, jabalíes, etcétera. Las primeras veces uno los observa con la perplejidad y la ilusión de un niño, hay una intensa emoción en observar a esos animales desenvolviéndose en ese entorno tan natural, tan salvaje, tan puro. Pero también llega un punto en que agota, las incomodidades del traqueteo en coche, la uniformidad del paisaje, los comportamientos de los animales que siempre son los mismos. De cualquier forma, es algo muy recomendable, y disfrutar de estos paisajes es una de las experiencias más llamativas que uno pueda llevarse de África.
Pero en África, para los ojos europeos, todo es nuevo. Y de lo que disfrutamos al día siguiente de dejar Coto Selous fue de una parte indirecta de la cultura tanzana, de la cultura del África profunda: un viaje de muchas horas recorriendo pueblos, ciudades, aldeas, caminos, sin parar de ver gentes haciendo todo tipo de actividades imaginables. Y digo una parte indirecta porque lo que hicimos durante el viaje de Mkola a Morogoro fue poco más que observar, que mirar por la ventanilla y empaparnos de aquello que veíamos. El viaje acabó al anochecer en Morogoro, pero en África lo que interesa no es el destino, sino el camino.
Y en el camino vimos pueblos con casas de barro diseminadas a lo largo, pequeñas plantaciones en la tierra reseca, enormes baobabs, termiteros, y muchos niños que gritaban ¡mzungu! a nuestro paso. Vimos ríos de gente marchando por el camino en ambos sentidos, mujeres a pie cargando enormes cubos de agua en la cabeza y críos a la espalda, hombres en bicicletas que apenas podían sostener la carga de leña, de frutas o animales. Niños, en grupo o en solitario, que iban o venían de la escuela, ataviados con sus uniformes. Algunas motos y menos coches, que pitaban al pasar para que la gente se apartara, y les dejaban un largo rastro de polvo rojo. También camiones de Coca-Cola o Pepsi, como los de los anuncios, llegando cargados a cualquier mínima aldea.
Salimos de la zona árida y vimos después una amplia región húmeda, que conforme ascendíamos se convertía en selvática, con aldeas repletas de vegetación, mangos, bananos, papayas, y la misma gente de apariencia alegre que nos alzaba el brazo a nuestro paso. Eran las estribaciones de los montes Uluguru. Dentro del todoterreno, la música de góspel africano realzaba la sensación de alegría: nadie habría podido considerar que aquel paraíso interminable tenía algo que ver con la pobreza. Y menos con la pobreza que uno espera ver desde sus ojos europeos.
La pesadez del viaje, horas y horas por caminos de tierra, baches, pocas paradas para comer en medio del camino o para repostar (eso sí, la gasolina en botellas, la gasolinera como cualquier otro puesto de venta en mitad del camino), no se dejan sentir cuando uno está imbuido de tanta belleza en los paisajes y en el semblante de la gente. Belleza en bruto, al natural, con mucho de inocencia. La llegada a Morogoro nos devolvió una carretera de asfalto y algo parecido a una ciudad, pero nos dejó esa sensación de vacío que le queda a uno cuando ha entrevisto el paraíso. Menos mal que la llenamos con una cena de primera, con pollo, arroz y esos plátanos en salsa de carne que acompañaron a las correspondientes Safaris. Porque otra cosa no, pero en África se come como en pocos sitios.